El escritor nicaragüense Sergio Ramírez retrata Haití, el país más pobre de América. Miseria, vaivenes políticos y falta de futuro atenazan a una población acostumbrada al abandono. Segunda entrega de esta serie con la que Médicos sin Fronteras y 'El País Semanal' quieren rescatar del olvido a las víctimas de la violencia.
Al bajar temprano por la mañana de las alturas de Pétion Ville, donde aún sobreviven restos de verdura en este país de montes y sabanas desnudas de toda vegetación, entramos en el caos de la ruta de Delmas que desciende hacia la planicie de Puerto Príncipe, mientras arriba, adheridos a los cerros, ascienden los cubos blancos de las casas que se apiñan sin concierto desafiando el abismo.
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- "Sin la presencia de las tropas internacionales volvería la anarquía"
"Existen más cirujanos haitianos en montreal que en puerto príncipe"
"La corrupción rampante, el sistema judicial... son asignaturas pendientes"
"Lo que impresiona, más que la miseria, es la normalidad con la que conviven con ella"
"El gobierno, cuya presencia es invisible, parece que se ha olvidado para siempre de ellos"
Una ruta sin andenes donde los muros de las casas sirven de escaparates a los comerciantes callejeros, y vigilada a trechos por los carros blindados de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas (Minustah), que desde el año 2004 tiene estacionados en Haití 9.000 soldados y 2.000 policías de una fuerza internacional. En una pared, en letras precarias que ya se borran, se lee "Vive Titi", el nombre con que el pueblo bautizó al sacerdote salesiano Jean-Bertrand Aristide, dos veces presidente, y dos veces depuesto, exiliado ahora en Suráfrica, y quien surge en todas las conversaciones como un fantasma impenitente.
Las tap tap, como se llama a los coloridos vehículos de transporte colectivo, desesperan por abrirse paso entre el tráfico, cargadas de pasajeros hasta los topes. Son autobuses y camionetas pick-up, mezcla de carrusel y carroza fúnebre, que llevan inscritas encima del parabrisas invocaciones a la piedad, a la resignación y a la fe ciega en la divinidad, mientras las ventanillas muestran las más diversas formas gracias a sus molduras flamígeras: escudos de armas o chapas de policía, o redondas u ovaladas como espejos, y sus costados estallan en un entramado de arabescos y flores carnívoras.
parvadas de escolares con sus mochilas a la espalda se mezclan en la barahúnda, nítidamente vestidos en sus uniformes de dos tonos, las niñas peinadas con múltiples lazos, y son como una aparición benéfica que se repite aún en la medida que entramos en la cruda miseria sin fondo de las calles de Puerto Príncipe. Maurice, el chófer que nos lleva en la camioneta blanca de Médicos sin Fronteras (MSF) que también sirve de ambulancia, señala con alborozo la puerta por donde ha desaparecido un grupo de esos niños, y dice con una sonrisa plena de orgullo: "Mi hija".
Paga 1.200 gourdes al mes por su educación, unos 25 euros, lo que se lleva buena parte de su salario. Hay centenares de escuelas privadas en manos de laicos, órdenes religiosas e iglesias protestantes, que se alojan en los lugares más insólitos y se anuncian bajo nombres pomposos, por precarias que sean sus instalaciones, y que atienden al 90% de los niños que pueden ir a la escuela, la mitad de la población en edad escolar.
El escritor Lionel Trouillot me dirá luego que, igual que Maurice, miles de padres de familia invierten en la educación de sus hijos como la única luz que ven en el túnel de la miseria. Serían capaces de matar por ello. Pero para la gente que vive con menos de un dólar al día ?que es el 60%? se vuelve imposible pagar la escolarización que cobra el Estado en las escuelas públicas, aunque se trate de una cantidad simbólica; y aun así, en el campo hay niños que caminan dos horas, sin desayunar, para llegar a las aulas. Otros, menos afortunados, terminarán como restaveks (reste avec) en Puerto Príncipe, entregados como siervos a familias no precisamente ricas, igual que en tiempos coloniales, para desempeñar las más duras tareas domésticas, sin paga, y durmiendo en el suelo.
En el inmenso barrio marginal de La Saline, vecino al puerto donde atracan los barcos de cabotaje, he visto esas escuelas públicas de una sola aula, entre las casuchas de láminas herrumbradas que se apiñan al lado de las corrientes de aguas negras y los túmulos de basura. Una de ellas más bien parece una capilla por su frontispicio, con una puerta de reja en arabescos que se creería clausurada si no fuera por el coro de voces de los niños que repiten en su encierro la lección. Otra, a poco trecho de allí, parece más una cárcel, oscura y calurosa, cerrada por un portón que tiene abajo una lámina y arriba una reja; el profesor se desvive, yendo de un lado a otro, para atender a los 80 alumnos de todas las edades que forman la clase. Y hay una tercera que parece un gallinero, cerrada con latas viejas y malla ciclón.
La población paupérrima de Puerto Príncipe suma la inmensa mayoría de sus casi 2,5 millones de habitantes, y sólo los barrios vecinos de Martissant y Carrefour alcanzan medio millón. Gaetan Drossart, un joven sociólogo belga, dirige el proyecto del Centro de Emergencia de Salud de MSF en Martissant. El centro ha sido establecido en lo que fueron en un tiempo las instalaciones adyacentes de un car wash y un night club; ahora, en la pista circular de baile, funciona una sala donde quedan en observación las mujeres recién alumbradas. Además de labores de parto, en el centro se atiende a víctimas de agresiones sexuales y a los heridos con armas de fuego y armas blancas en los constantes pleitos callejeros, no pocos entre pandillas.
En la oficina de Gaetan, por todo adorno, cuelga de una pared el denso plano de los dos barrios vecinos, marcado con banderines rojos en los que están escritas las iniciales de cada uno de los jefes de las pandillas, sin cuyo consentimiento no les sería posible a las ambulancias adentrarse por los callejones. Precisamente, ante la necesidad de atender a las víctimas de los enfrentamientos de las pandillas con las fuerzas de la Minustah, es que el centro fue establecido en el año 2006. Hubo momentos en que se hizo ineludible negociar periodos de alto el fuego para poder sacar a los pacientes en necesidad, mujeres sobre todo.
las pandillas juveniles nacieron como milicias populares, las temidas Chiméres (Quimeras), organizadas como sostenes de poder de Aristide, y después de su segundo derrocamiento, en 2004, mantuvieron acciones armadas para exigir su regreso del exilio, en Martissant y en Cité Soleil, otro de los populosos barrios marginales de Puerto Príncipe. Tras continuos enfrentamientos con las fuerzas de la Minustah han sido severamente golpeadas, y sus jefes han resultado capturados o muertos; de los que quedan, unos siguen fieles a Aristide, pero otros no tienen ninguna identidad ideológica, y son capaces de servir por paga a cualquier partido político, y aun a los narcos.
Salimos con Gaetan a recorrer las calles de Grand Ravin, uno de los numerosos asentamientos que forman Martissant, llevando los chalecos con el emblema de MSF a manera de protección. Antes le he pedido que llame al jefe de las Quimeras de este sector para pedirle una entrevista, pero el muchacho responde negándose, aunque autoriza la visita con la condición de que no se tomen fotografías, y manda apostarse en el trayecto a subalternos suyos que nos saludan con frialdad. Al final sabremos que no concedió la entrevista porque se hallaba escondido, después de haber ordenado matar a balazos, por disputas de poder, a su segundo al mando, el cual sobrevivió.
Gran Ravin toma el nombre de un arroyo del que sólo queda el cauce, ahora un botadero de basura, que es necesario atravesar a saltos por encima de los charcos, mientras al lado mujeres y niños se abastecen con recipientes plásticos del chorro de un tubo roto, o se vierten el agua encima. Arriba, entre la aglomeración precaria de los techos, se alza, como un fantasma en el muladar, el edificio del liceo que Aristide regaló a los jóvenes de Martissant, una obra que aún le paga lealtades entre sus seguidores.
Cabras y cerdos comen entre la basura derramada, los vendedores callejeros anuncian las virtudes de sus medicinas homeopáticas por los megáfonos portátiles, y a cada vuelta de esquina la perspectiva en los callejones es siempre la de centenares de mujeres sentadas pacientemente al lado de sus escasas mercancías. Son las eternas revendeuses o Mesdames Sarah. Sobre sus hombros descansa la responsabilidad de mantener al menos a cinco personas en el hogar, y al mismo tiempo son víctimas de los maridos que las apalean sin piedad, como la mujer con la cabeza partida que recogimos dos días después, de camino a nuestra visita al hospital Sainte-Catherine de Labouré (CHOSCAL), y que entregamos en el servicio de emergencias.
en una economía en la que el comercio informal es un puntal de supervivencia, no importan las charcas bajo sus pies ni los hedores, ni el sol inclemente, ellas venden de todo, oraciones y hierbas medicinales, guisos que cocinan en hornillas de carbón, malanga, casabe, tomates tristes y golpeados, sin faltar las tortas de lodo que ofrecen bajo descoloridos parasoles de colores a un precio de cinco centavos, y que ellas mismas redondean con las manos, agregando sal y margarina al barro antes de cocerlas.
La loa Erzulie Dantó es la madre soltera del panteón de los dioses del vudú que los esclavos negros trajeron consigo del reino de Dahomey, y que se revisten con las vestiduras de los santos católicos. Junto con la lengua creole, mezcla de francés y africano, el vudú es uno de los signos fundamentales de la identidad cultural haitiana. Erzulie, la virgen negra, engañada, golpeada y violada, no deja de ser por eso la fuente de la vida, como deidad que encarna el amor y la belleza.
Cada principio de Cuaresma, durante las celebraciones del carnaval de Mardi Gras, se producen miles de embarazos que parecerían un rito anual de la fertilidad en honor de la loa Erzulie Dantó, fruto del libre desenfreno. Pero resultan más bien de las violaciones callejeras de muchachas adolescentes, muchas casi niñas. Algunas logran abortar, o mueren en el intento, pero la mayoría dan a luz a hijos que nunca quisieron, y para los meses de octubre y diciembre, nueve meses después del carnaval, las salas del hospital de maternidad Solidarité de MSF Holanda se llenan de parturientas.
Es lo que nos cuenta la doctora Wendy Lai, una afable y delicada muchacha canadiense que dirige el hospital, de 65 camas, instalado en un edificio moderno de tres plantas, construido originalmente para oficinas, en un populoso sector de la ruta al aeropuerto. El hospital atiende entre 350 y 400 partos por mes, salvo para el desbordamiento causado por los desmanes de Mardi Gras, o por otras situaciones de emergencia, como la última huelga de médicos y enfermeras del Hospital General, cuando tuvieron que recibir mujeres que daban a luz aun en los baños y en los pasillos, a razón de 80 por día. El índice de muertes por parto es en Haití uno de los más elevados del mundo, 600 por cada 100.000, mientras que en Canadá es apenas de tres.
la clínica de mujeres de msf Bélgica en La Saline, un galerón caluroso donde las mujeres que esperan la consulta se apretujan en bancas de madera enfiladas, como en una iglesia, está a cargo de otra muchacha tan joven como Wendy. Se trata de Irene Abotou, que ha venido a prestar sus servicios desde Costa de Marfil. Todo funciona en la clínica con orden y eficiencia, pese a la pobreza del ambiente, y hay cuartos acondicionados para las evaluaciones de las pacientes, la consulta ginecológica, y una farmacia en un rincón, donde ya están listas en bolsitas de plástico las dosis de hierro y ácido fólico para las embarazadas. También se brinda tratamiento a los varones, parejas de las pacientes, cuando sufren enfermedades venéreas. Después de los cuatro huracanes sucesivos del año pasado ha aumentado la población de La Saline y, por tanto, el número de mujeres que demandan consulta.
Las clínicas de MSF atienden de manera gratuita, pero igual que en el caso de la educación, el 90% de los servicios de asistencia médica en Haití se haya en manos privadas, y hay clínicas de todo tamaño y de todo precio. Existen más cirujanos haitianos en Montreal que en Puerto Príncipe, y los pudientes viajan a Miami a examinarse con los especialistas que han emigrado hacia allá.
Las tropas de la Minustah temían hasta hace poco entrar a Cité Soleil, que se llamó primero Cité Simone Duvalier, en honor a la esposa del dictador. Ahora hay un nuevo cuartel de la policía nacional que se alza imponente como para demostrar que la autoridad empieza a tomar cuerpo. La justicia, sin embargo, no goza de esa misma majestad de presencia. El alojamiento de un Tribunal de la Paix, que divisamos al pasar, semeja más bien la capilla de un cementerio, con su capitel de columnas estriadas en el frontis, coronado por el lema "Justicia para todos", y un carnero y un león pintados de cualquier manera a cada lado, como por la mano de un artista naïf.
El cineasta Arnold Antonin dice que Puerto Príncipe fue hasta la llegada al poder de Papa Doc Duvalier, una hermosa capital de poca población, paseos y avenidas e imponentes edificios públicos, visitada por celebridades de Hollywood de las que quedan las fotos en los bares de los viejos hoteles de glamour perdido, como el Ibo Lele de las alturas de Pétion Ville, donde nos alojamos.
el continuo éxodo rural ante la creciente pobreza en el campo hizo que la ciudad empezara a crecer desmesuradamente, y que al mismo tiempo se lumpenizara. Luego, la deforestación, los huracanes, las maquilas, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, que acabó con lo que quedaba de agricultura, han multiplicado los desplazamientos.
Aquí, como en La Saline, o en Martissant, lo que impresiona, más que la miseria misma, es la convivencia con la miseria, la normalidad con la que la gente aparenta vivir entre las montañas de basura que se va aposentando mes tras mes, año tras año, y que nadie pareciera preocuparse de recoger, las marismas rebosantes de desechos, la vida cotidiana al lado de las corrientes de aguas negras, la falta absoluta de letrinas que vuelve algo natural defecar en los pantanos que luego bate la marea.
Cuando caminamos por los callejones de Cité Brother, un asentamiento junto a la playa que pertenece a Cité Soleil, esa convivencia entre miseria y desidia resulta perfecta. Parece que sus habitantes se han olvidado de la basura, del detritus, de los agujeros en que viven, y que el Gobierno, cuya presencia parece siempre invisible, se ha olvidado para siempre de ellos, o ha desistido de acordarse. En medio del paisaje se alza una construcción de cemento armado nunca terminada, con balcones en el segundo piso y una escalera, que parece la idea loca de alguien que quiso hacerse una casa sobre el lodazal pestilente de la playa, hasta donde entran las aguas en pleamar. Pero se trata de lo que se planeó alguna vez como una elegante letrina comunal.
"Sólo vienen a ver la mierda", dice un muchacho con cara hostil cuando pasamos, recordando quizá otras visitas de extranjeros a estos parajes del olvido. Los vecinos se alborotan, nos siguen por trechos. Nos siguen los niños. Los varoncitos van desnudos, las nalgas al aire, cubiertos con camisetas y camisones viejos, sin botones, a veces sólo harapos. Uno lleva un gabán rojo, como un príncipe de los mendigos. Juegan, discuten, hablan alrededor de nosotros, quieren que les tomemos fotos, y ríen como locos y hacen cabriolas cuando se ven en el monitor de la cámara.
graham greene recuerda en Los Comediantes, su novela de 1966, que las vueltas de la frontera entre Haití y la República Dominicana estaban marcadas por el contraste entre las rocas desnudas de un lado, y la frondosidad de los árboles del otro. Grises montañas erosionadas de la pobre tierra seca de Haití frente a la que parecía detenerse el verdor, como ante un mal conjuro; pero este paisaje contrastado no viene a ser tan el mismo más de cuarenta años después, porque el bosque dominicano ha sufrido no poca merma desde entonces, asolado también por la deforestación inclemente. Pero del lado de Haití, nunca volvió a crecer nada.
Nos acercamos a la frontera por la carretera bordeada de maleza que lleva desde Puerto Príncipe a Malpasse, y que cuando alcanza las orillas del lago Saumâtre, que también se llama Azuei, su ancestral nombre taíno, desaparece a trechos bajo el desborde de sus aguas azufradas. Al otro lado del lago, los promontorios montañosos, despojados del último vestigio de vegetación, se derraman hacia la carretera en cascadas de cascajos blancos, y los viejos camiones de volquete retumban por delante de nosotros en sus viajes de acarreo, sacando piedra y arena de los cerros que parecen sostenerse milagrosamente encima de las grutas excavadas en sus extrañas, como fauces prehistóricas que enseñan sus grandes muelas cariadas.
Ya cerca de Malpasse, nos topamos con el mercado de carbón, un campamento donde se afanan los camiones recogiendo los cargamentos de sacos que traen los barcos de velas renegridas desde la orilla dominicana del lago. El 80% del combustible para cocinar se saca de la leña y el carbón en Haití, y los campesinos echan mano hasta de los matorrales secos para alimentar el fuego, me ha dicho días atrás el ex ministro de Medio Ambiente, Yves André Wainwright. Dos veces ministro, bajo el segundo Gobierno de Aristide, y bajo el primero de René Préval, el actual presidente, nunca encontró apoyo para hacer que se aplicara una nueva Ley de Medio Ambiente, la que sucumbió bajo el peso de las competencias y disputas entre los miembros del Gabinete.
Hemos venido a la frontera en compañía del padre Julín Acosta para ver el mercado que se abre del lado dominicano, a las orillas del lago, los lunes y jueves de cada semana. El padre Julín, al que todos los policías de los retenes y los guardas de ambos bordes conocen y saludan con afecto, tiene su parroquia del lado dominicano, donde dirige la Casa del Caribe, pero también está a cargo de la pastoral de emigrantes haitianos, por lo que tiene que entenderse con dos obispos a la vez, el de Barahona, y el de Puerto Príncipe.
Desde territorio dominicano hay un incesante tráfico de camionetas que acarrean en las toldas grandes bultos de mercancías, y las motocicletas de alquiler llevan en ancas a los pasajeros cargados con sus compras, mientras los viandantes hormiguean entre los puestos del mercado que se extienden por más de un kilómetro, otra vez en manos de las revendeuses instaladas en las tierras fangosas a la orilla del agua, en la que baten contra la orilla, hasta perderse de vista, envases plásticos y de cartón y los desperdicios de las cocinas.
El mercado fronterizo se inició cuando la Organización de Estados Americanos (OEA) impuso un embargo comercial a la dictadura de Raoul Cedrás, que asumió el poder tras el primer golpe de Estado contra Aristide en 1991. En Jimaní, el poblado dominicano más cercano a la frontera, visitamos en su casa a Soledad, una dirigente sindical del magisterio que forma parte de la red de apoyo a los inmigrantes haitianos. Dice que el mercado fronterizo representa unos 600 millones de dólares al año, casi todo mercancías dominicanas, como hemos podido ver, pues desde el otro lado es poco lo que se puede exportar, salvo donaciones del Programa Mundial de Alimentos (PMA) que pasan de contrabando gracias al "macuteo", las mordidas con que las autoridades de frontera sacan su propia tajada en el comercio.
Los haitianos que viven en Jimaní y se dedican al comercio fronterizo son gente pacífica y trabajadora, afirma Soledad, contrario a la mala fama de vagos y pendencieros con que han sido marcados en la República Dominicana. Contratados como braceros que entraban por miles para el tiempo de la zafra azucarera, los haitianos fueron siempre víctimas de la discriminación, y más. En 1937, el Generalísimo Trujillo, tan sanguinario como Duvalier lo fue en Haití, ordenó una masacre en la que perecieron más de 20.000, lanzados a las aguas fronterizas del río Masacre, que ya se llamaba así desde antes.
La frontera es abierta y porosa, y las constantes deportaciones sólo hacen que los deportados regresen días después, aunque ya no principalmente como braceros, porque hay menos plantaciones de caña y el corte está siendo mecanizado. Pero las dificultades siguen sin resolverse. Los niños de doble condición no pueden ser inscritos en el Registro Civil dominicano y quedan en tierra de nadie, como ha ocurrido recientemente con una pareja de siameses, todo un símbolo del drama. La madre, que es haitiana, no puede documentarse, y los niños no tienen derecho a atención médica de parte de la seguridad social, aunque el padre sea dominicano. Un médico hizo de manera voluntaria la operación de separarlos, pero aún quedan cirugías complementarias pendientes para que puedan sobrevivir.
la gran pregunta acerca del futuro de Haití es qué pasará al retirarse la Minustah, lo cual está previsto para cuando sea electo el sucesor de Préval en 2011. A quien se lo he planteado, cualquiera que sea su manera de pensar, responde que sin la presencia de las tropas multinacionales, la anarquía y los enfrentamientos armados volverían a explotar de inmediato.
El Estado no parece capaz de hacer frente a la seguridad nacional, ni a la educación, ni a la salud. La corrupción rampante, el sistema judicial en ruinas, las cárceles tenebrosas, son asignaturas pendientes. Tampoco puede hacerse cargo de enfrentar la deforestación y la erosión, ni organizar las emergencias frente a los desastres en un país expuesto a la furia de los huracanes. Un país con muletas.
Uno de los avances en la estabilidad del país ha sido la disminución en el número de secuestros, que creció en 2007 hasta un promedio de 40 por mes. Se habían convertido en un arma política para desestabilizar el Gobierno, pero luego pasaron a ser una industria económica a todos los niveles, pues eran plagiadas hasta personas de recursos modestos, a veces por sus mismos familiares, para obligarles a compartir las remesas enviadas por sus parientes desde Canadá y Estados Unidos. "El secuestro es una contradicción en un país que nació de la lucha contra la esclavitud", dice Arnold Antonin.
El otro asunto que conspira cada vez más contra la estabilidad es el narcotráfico, desde luego que la posición geográfica de Haití resulta privilegiada para el trasiego de droga hacia la Florida y Puerto Rico. En 2004, el presidente del Senado y el jefe de la policía eran parte de los carteles.
El poeta Jorge Castera reconoce que hay una conquista esencial, la libertad de palabra. Ahora, cualquiera puede insultar al presidente por la radio, sin peligro de ir a dar con sus huesos en la cárcel. "Antes sólo había tres meses de libertad, entre que caía un presidente y venían las nuevas elecciones", dice Castera. Y Sussy Castor piensa que, por muchas que sean las debilidades institucionales, también se ha avanzado en lo político. El Parlamento, pese a sus trabas y debilidades, juega un papel de equilibrio, porque antes sólo debía decir que sí al presidente.
El jefe de la Minustah, Hédi Annabi, con quien he hablado largo tiempo en su despacho del último piso del hotel Christophe, se duele de que los avances logrados hasta el año 2007 hayan sufrido un retroceso dramático bajo los efectos de la crisis financiera mundial, los últimos huracanes en serie y la inestabilidad política. Cuando le pregunto si no hay una fatiga de la comunidad internacional alrededor de Haití, dice que los países latinoamericanos con destacamentos en las fuerzas de seguridad tienen la disposición de seguir cooperando, y para Estados Unidos y Canadá, abandonar Haití no es una opción, porque un nuevo colapso multiplicaría las oleadas de emigrantes. "A fin de cuentas", dice Annabi, "habrá que irse. Pero irse para no tener que volver".
Y Sussy Castor, mi vieja amiga, afirma que hay esperanzas. Para ella, las esperanzas vienen de que todos se dieron ya cuenta de que el país se puede perder