EL CAIRO.- Egipto vive su noche más jubilosa consciente de que el pueblo ha dado un vuelco a la Historia con sus manos.
En la plaza Tahrir, corazón de la revuelta que ha acabado con 30 años de presidencia de Hosni Mubarak, los muy elocuentes egipcios sufrían para encontrar las palabras.
Poco importaba. Lo importante para todos era vivir el momento, paladear la victoria, llorar, cantar, reír. Y en muchas ocasiones, todo a la vez.
Como Roqayah Tbeileh, la farmacéutica apoyada en una muleta por la herida que le causó en una pierna un disparo de la Policía el 28 de enero. Como Sameh el Ansari, el profesor universitario que,
harto, decidió acampar en la plaza con su hermano pequeño. Como Heba Sefry. Como Hakim el Tani. Como Mustafa Regui.
"¡Somos, somos, somos el pueblo!¡Somos, somos, somos Egipto!", cantaba un corro, mientras unos metros más allá la multitud entonaba el himno nacional.
Cantaba el pueblo y cantaba Egipto, en todas las ciudades del país, siempre con una bandera en la mano (los vendedores ambulantes agotaron existencias a la entrada de Tahrir) y con una sonrisa en la cara.
De vez en cuando explotaba en el cielo algún precario fuego artificial, que era celebrado por los presentes entre invectivas contra Mubarak.
Sin embargo, el defenestrado presidente "no es más que un símbolo", como decía a EFE el profesor El Ansari: "El objetivo no era Mubarak, el objetivo es la democracia".
Para un pueblo tan habituado a las decepciones y las derrotas, pero al mismo tiempo tan consciente de su milenaria historia, la noticia de la caída de Mubarak devolvió el orgullo a sus ciudadanos y llenó los espíritus de patriotismo.
"Lo que ha hecho grande a nuestra revolución es que ha sido civilizada y pacífica", insistía El Ansari.
Un mujer velada de la cabeza a los pies sucumbió a sus emociones y se desmayó entre la multitud. Como ella, decenas de personas más sufrieron vahídos e incluso ataques cardiacos.
La renuncia del presidente sacó a las calles a familias que no se habían atrevido nunca a manifestarse y que se sacudieron el miedo a significarse en público.
La mayoría llegaron a pie, procedentes de los barrios más céntricos, pero también en coche (los cláxones no dejarán de sonar hasta bien entrada la noche), motos, bicicletas y hasta en calesas
tiradas por caballos.
Los tanques se convirtieron pronto en las mejores atalayas desde las que disfrutar de la fiesta.
"Confiamos en el Ejército. Nos han demostrado que están con nosotros, nunca nos han disparado ni nos han hecho daño", aseguraba Tbeileh, pierna en ristre, tan sólo tres días fuera de Tahrir desde que estalló la revuelta el 25 de enero, pese a haber recibido el disparo de los balines policiales.
La revolución es suya, de los jóvenes del Facebook y el Twitter, de las clases medias cansadas de abusos, de los obreros y sindicalistas que pronto se unieron, de los musulmanes y los cristianos que rezaron juntos.
Y resonaron, claro, los "Allahu akbar" ("Alá es grande") de un pueblo profundamente religioso que hoy dio gracias a Dios por devolverle su orgullo.
Quizá nadie podría haberlo sintetizado mejor que el joven Mustafa Aid, desempleado: "Hoy comienza una nueva República. Estoy feliz"
En la plaza Tahrir, corazón de la revuelta que ha acabado con 30 años de presidencia de Hosni Mubarak, los muy elocuentes egipcios sufrían para encontrar las palabras.
Poco importaba. Lo importante para todos era vivir el momento, paladear la victoria, llorar, cantar, reír. Y en muchas ocasiones, todo a la vez.
Como Roqayah Tbeileh, la farmacéutica apoyada en una muleta por la herida que le causó en una pierna un disparo de la Policía el 28 de enero. Como Sameh el Ansari, el profesor universitario que,
harto, decidió acampar en la plaza con su hermano pequeño. Como Heba Sefry. Como Hakim el Tani. Como Mustafa Regui.
"¡Somos, somos, somos el pueblo!¡Somos, somos, somos Egipto!", cantaba un corro, mientras unos metros más allá la multitud entonaba el himno nacional.
Cantaba el pueblo y cantaba Egipto, en todas las ciudades del país, siempre con una bandera en la mano (los vendedores ambulantes agotaron existencias a la entrada de Tahrir) y con una sonrisa en la cara.
De vez en cuando explotaba en el cielo algún precario fuego artificial, que era celebrado por los presentes entre invectivas contra Mubarak.
Sin embargo, el defenestrado presidente "no es más que un símbolo", como decía a EFE el profesor El Ansari: "El objetivo no era Mubarak, el objetivo es la democracia".
Para un pueblo tan habituado a las decepciones y las derrotas, pero al mismo tiempo tan consciente de su milenaria historia, la noticia de la caída de Mubarak devolvió el orgullo a sus ciudadanos y llenó los espíritus de patriotismo.
"Lo que ha hecho grande a nuestra revolución es que ha sido civilizada y pacífica", insistía El Ansari.
Un mujer velada de la cabeza a los pies sucumbió a sus emociones y se desmayó entre la multitud. Como ella, decenas de personas más sufrieron vahídos e incluso ataques cardiacos.
La renuncia del presidente sacó a las calles a familias que no se habían atrevido nunca a manifestarse y que se sacudieron el miedo a significarse en público.
La mayoría llegaron a pie, procedentes de los barrios más céntricos, pero también en coche (los cláxones no dejarán de sonar hasta bien entrada la noche), motos, bicicletas y hasta en calesas
tiradas por caballos.
Los tanques se convirtieron pronto en las mejores atalayas desde las que disfrutar de la fiesta.
"Confiamos en el Ejército. Nos han demostrado que están con nosotros, nunca nos han disparado ni nos han hecho daño", aseguraba Tbeileh, pierna en ristre, tan sólo tres días fuera de Tahrir desde que estalló la revuelta el 25 de enero, pese a haber recibido el disparo de los balines policiales.
La revolución es suya, de los jóvenes del Facebook y el Twitter, de las clases medias cansadas de abusos, de los obreros y sindicalistas que pronto se unieron, de los musulmanes y los cristianos que rezaron juntos.
Y resonaron, claro, los "Allahu akbar" ("Alá es grande") de un pueblo profundamente religioso que hoy dio gracias a Dios por devolverle su orgullo.
Quizá nadie podría haberlo sintetizado mejor que el joven Mustafa Aid, desempleado: "Hoy comienza una nueva República. Estoy feliz"
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