En Leogane, hombres furiosos, provistos de machetes y garrotes, se congregaban para luchar por una población que, dicen, el mundo ha olvidado en su premura por ayudar a la capital.
A lo largo de la carretera dañada que sale de Puerto Príncipe hacia el oeste, la gente implora ayuda. "SOS", dice un cartel cerca de Leogane. "No comprendemos por qué todo va a Puerto Príncipe, porque Leogane también fue quebrada".
Eso no expresa ni de lejos la realidad.
El centro de Leogane es una montaña de escombros y cables eléctricos, la costa de Haití convertida en un plató de cine postapocalíptico. Dos fosas comunes bordean el camino a la capital y unos cuantos cadáveres empiezan a ocupar una tercera.
En la esquina de Rue La Croix y Pere Thevenot, una bella construcción de 1922 que alojaba una farmacia y una florería es ahora un sepulcro de ladrillos para una pareja que no pudo escapar.
A pocas cuadras, un grupo de hombres se ha congregado para defender una clínica convertida en refugio contra todos los que pretenden atacarla: funcionarios que quieren cavar ahí otra fosa común, criminales escapados de la penitenciaría, saqueadores hambrientos.
Dicen que no quieren violencia, pero portan machetes, típico de esta ciudad de la zona azucarera y palos de madera.
"No hay nadie en la comisaría. No hemos visto ayuda", dijo Philip Pierre, de 28 años, gerente de una fábrica de yogur. "Estamos dispuestos a morir peleando si no nos escuchan".
La muerte hizo su agosto en este pueblo, donde bandas de Carnaval empezaban a ensayar cuando se produjo el terremoto del martes, con su epicentro 25 kilómetros (12 millas) al este.
El hedor que emana de los escombros es intenso y uno de los reclamos locales es que manden "palas grandes" de la capital para desenterrar los cuerpos.
Con espíritu solidario, el fabricante de ataúdes Yvon Lochard redujo sus precios de 450 a 100 dólares por cajón de madera.
"Antes, la venta era escasa", dice en tono práctico. "Ahora se venden rápidamente".
Sin embargo, a pesar de la rebaja, los precios son excesivos para un país donde la mitad de la población vive con un dólar diario. Llevan los cuerpos sobre láminas de hojalata y los arrojan a las fosas comunes.
Entretanto, los vivos tratan de seguir así. Hay alimentos en los mercados, pero un saco de arroz de 25 kilos (50 libras) cuesta 27,50 dólares, 25% más que antes del sismo. Las cisternas en los montes que rodean la ciudad se quebraron y muchos carecen de agua potable.
Un local de abarrotes en una esquina tenía arroz, pastas y otros alimentos por valor de 6.000 dólares, pero su dueño dijo que tenía más miedo a los derrumbes que a la ira de sus vecinos.
Efectivos de paz de Sri Lanka entregaban agua un millar de personas y compartían sus propias raciones, dijo el mayor Chandima Beligasooabba. Se les dijo que la ONU entregaría provisiones en las próximas horas.